Trigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario, a siete días del final del año litúrgico. Un par de minutos antes de que el Padre Adrián comenzara la celebración de la misa de doce, el Padre Eulogio observaba a los fieles desde la puerta de la Sacristía. Un número indeterminado de niños que recibieron su Primera Comunión aproximadamente seis meses antes y unas pocas señoras mayores, parroquianas habituales, formaban una cola no excesivamente disciplinada, pero distinguible a lo largo de la pared derecha de la iglesia. Lentamente, se dirigió hacia el confesionario y sin mirar a nadie en particular, entró en él y se sentó sobre un cojín muy desgastado. La afluencia masiva de fieles no sorprendía al Padre Eulogio. No en vano había vivido sesenta y siete finales de año litúrgico como este, y podría decir, sin equivocarse demasiado, que los últimos treinta y nueve habían sido iguales, o muy parecidos. El veterano pastor de almas estaba preparado para escuchar a decenas de niños arrepentirse de haber desobedecido a sus padres, de no haber hecho los deberes, de haber insultado a algún hermano, primo, o compañero de clase, o cualquier combinación de todo lo anterior. Invariablemente, les exhortaba con cariño, pero con voz muy seria, a ir a abrazar al damnificado de turno, y les imponía una penitencia de oración: Dos Padrenuestros y un Avemaría para aquellos cuya voz delataba un arrepentimiento y un propósito de enmienda sinceros, y un Credo de Nicea, además, para los que parecían poco temerosos del Señor. Entre niño y niño las señoras mayores, habituales del Sacramento, recitaban sus oraciones de contrición. El Padre apenas las escuchaba: confesaban sus culpas todas las semanas y estaba convencido de que era prácticamente imposible que fueran tan pecadoras como para tener cosas graves de las que arrepentirse tan a menudo y en tan poco tiempo.
Aquel día no era diferente: Don Eulogio iba administrando absoluciones a niños y ancianas mientras discurría la misa según mandan los cánones.
- Ave María Purísima - oyó el padre que decía una voz adulta, joven, fuera del rango habitual de edades al que estaba acostumbrado
- Sin pecado concebida - respondió de manera automática.
- Hace más de un año que no me confieso, Padre, y en ese tiempo he cometido pecados que me atormentan - dijo aquella voz en un susurro tranquilo, exento de nerviosismo o emoción, que se correspondía muy poco con el estado anímico que decía padecer aquella persona desconocida.
- Habla sin miedo, pues sólo el Señor te escucha, y es infinitamente misericordioso - respondió Don Eulogio contento, en cierto modo, por el inesperado en la rutina que lo envolvía hasta ese momento.
- He ocultado la verdad, Padre - continuó la voz con el mismo tono pausado - repetidas veces... sabiendo que lo hacía y con el firme propósito de llevar a otras personas a un engaño que les podría perjudicar.
- Eso es.... - comenzó a decir el Padre Eulogio hasta que la voz le interrumpió
- No es todo, Padre. No sólo he ocultado la verdad, sino que en ocasiones, directamente, he mentido. He dicho que he hecho cosas que no he hecho, para obtener un beneficio. - La voz calló un segundo, como para dar énfasis a sus palabras.
- Eso nos puede pasar a cualquiera. Todos somos pecadores, pero... - Dijo Don Eulogio aprovechando la pausa.
- No he terminado - interrumpió de nuevo la voz, siempre en un susurro - También le digo a los demás lo que tienen que hacer, lo que es bueno y lo que es malo, y cómo deben actuar en cada caso...
- La soberbia es un pecado grave - interrumpió a su vez el sacerdote, que comenzaba a sentir algo de extrañeza ante esa confesión - Nadie es mejor que los demás, y no deben imponerse ideas o modos de conducta. Sólo el Señor nos impone sus Mandamientos, pero aún ahí somos libres de cumplirlos o no.
- Y luego está el dinero - Continuó la voz, con la misma tranquilidad, como si hubiera ignorado el acertado comentario del confesor - El dinero siempre está presente en todo lo que hago. Es el que rige todas mis acciones.
- La Avaricia es también un pecado capital - sentenció Don Eulogio.
- Me molesta mucho que no me hagan caso - siguió la voz - no soporto a quien pone en duda lo que yo digo. Si yo digo que algo está mal, lo tienen que cambiar, y si no lo quieren hacer, el odio se apodera de mí.
- Pecas de ira también... debes cultivar la paciencia... - recomendó sabiamente el Padre.
- Es fácil decirlo... pero la mayoría no se preocupa... No les importa nada. Son unos ignorantes, o unas malas personas. Me merezco sin duda una vida mucho mejor, con menos preocupaciones, como ellos... - Por primera vez un leve tono de tristeza se dejó sentir, casi imperceptiblemente, en el susurro.
- ¿Acaso sientes también envidia? - preguntó Don Eulogio, aunque no hacía falta que le respondiera.
- Padre, necesito que me perdone - susurró, ignorando la pregunta, aquella persona desconocida.
- Has confesado al menos cuatro de los siete pecados capitales, y alguno más. Aún así, la Bondad del Señor es infinita.... ¿Qué te ha hecho obrar de esa manera tan mala? - inquirió Don Eulogio verdaderamente intrigado al fin.
- Hago auditorías - sentenció la voz, recobrando la tranquilidad.
Al oír esto, el Padre Eulogio se santiguó. La sangre se retiró de su rostro y quedó lívido como un fantasma. Y antes de salir corriendo despavorido del confesionario, ante la sorprendida mirada de los niños y las señoras mayores que aún hacían cola esperando su turno, en su cabeza resonaron las palabras del Evangelio según San Juan: "... y a quien le retengáis los pecados, les quedarán retenidos" mientras ante sus aterrados ojos bailaban las llamas eternas del infierno.