lunes, 14 de noviembre de 2022

Yo confieso....

Trigésimo tercer domingo del Tiempo Ordinario, a siete días del final del año litúrgico. Un par de minutos antes de que el Padre Adrián comenzara la celebración de la misa de doce, el Padre Eulogio observaba a los fieles desde la puerta de la Sacristía. Un número indeterminado de niños que recibieron su Primera Comunión aproximadamente seis meses antes y unas pocas señoras mayores, parroquianas habituales, formaban una cola no excesivamente disciplinada, pero distinguible a lo largo de la pared derecha de la iglesia. Lentamente, se dirigió hacia el confesionario y sin mirar a nadie en particular, entró en él y se sentó sobre un cojín muy desgastado. La afluencia masiva de fieles no sorprendía al Padre Eulogio. No en vano había vivido sesenta y siete finales de año litúrgico como este, y podría decir, sin equivocarse demasiado, que los últimos treinta y nueve habían sido iguales, o muy parecidos. El veterano pastor de almas estaba preparado para escuchar a decenas de niños arrepentirse de haber desobedecido a sus padres, de no haber hecho los deberes, de haber insultado a  algún hermano, primo, o compañero de clase, o cualquier combinación de todo lo anterior. Invariablemente, les exhortaba con cariño, pero con voz muy seria, a ir a abrazar al damnificado de turno, y les imponía una penitencia de oración: Dos Padrenuestros y un Avemaría para aquellos cuya voz delataba un arrepentimiento y un propósito de enmienda sinceros, y un Credo de Nicea, además, para los que parecían poco temerosos del Señor. Entre niño y niño las señoras mayores, habituales del Sacramento, recitaban sus oraciones de contrición. El Padre apenas las escuchaba: confesaban sus culpas todas las semanas y estaba convencido de que era prácticamente imposible que fueran tan pecadoras como para tener cosas graves de las que arrepentirse tan a menudo y en tan poco tiempo.

Aquel día no era diferente: Don Eulogio iba administrando absoluciones a niños y ancianas mientras discurría la misa según mandan los cánones.



- Ave María Purísima - oyó el padre que decía una voz adulta, joven, fuera del rango habitual de edades al que estaba acostumbrado

- Sin pecado concebida - respondió de manera automática.

- Hace más de un año que no me confieso, Padre, y en ese tiempo he cometido pecados que me atormentan - dijo aquella voz en un susurro tranquilo, exento de nerviosismo o emoción, que se correspondía muy poco con el estado anímico que decía padecer aquella persona desconocida.

- Habla sin miedo, pues sólo el Señor te escucha, y es infinitamente misericordioso - respondió Don Eulogio contento, en cierto modo, por el inesperado en la rutina que lo envolvía hasta ese momento.

- He ocultado la verdad, Padre - continuó la voz con el mismo tono pausado - repetidas veces... sabiendo que lo hacía y con el firme propósito de llevar a otras personas a un engaño que les podría perjudicar.

- Eso es.... - comenzó a decir el Padre Eulogio hasta que la voz le interrumpió

- No es todo, Padre. No sólo he ocultado la verdad, sino que en ocasiones, directamente, he mentido. He dicho que he hecho cosas que no he hecho, para obtener un beneficio. - La voz calló un segundo, como para dar énfasis a sus palabras.

- Eso nos puede pasar a cualquiera. Todos somos pecadores, pero... - Dijo Don Eulogio aprovechando la pausa.

- No he terminado - interrumpió de nuevo la voz, siempre en un susurro - También le digo a los demás lo que tienen que hacer, lo que es bueno y lo que es malo, y cómo deben actuar en cada caso...

- La soberbia es un pecado grave - interrumpió a su vez el sacerdote, que comenzaba a sentir algo de extrañeza ante esa confesión - Nadie es mejor que los demás, y no deben imponerse ideas o modos de conducta. Sólo el Señor nos impone sus Mandamientos, pero aún ahí somos libres de cumplirlos o no.

- Y luego está el dinero - Continuó la voz, con la misma tranquilidad, como si hubiera ignorado el acertado comentario del confesor - El dinero siempre está presente en todo lo que hago. Es el que rige todas mis acciones.

- La Avaricia es también un pecado capital - sentenció Don Eulogio.

- Me molesta mucho que no me hagan caso - siguió la voz - no soporto a quien pone en duda lo que yo digo. Si yo digo que algo está mal, lo tienen que cambiar, y si no lo quieren hacer, el odio se apodera de mí.

- Pecas de ira también... debes cultivar la paciencia... - recomendó sabiamente el Padre.

- Es fácil decirlo... pero la mayoría no se preocupa... No les importa nada. Son unos ignorantes, o unas malas personas. Me merezco sin duda una vida mucho mejor, con menos preocupaciones, como ellos... - Por primera vez un leve tono de tristeza se dejó sentir, casi imperceptiblemente, en el susurro.

- ¿Acaso sientes también envidia? - preguntó Don Eulogio, aunque no hacía falta que le respondiera.

- Padre, necesito que me perdone - susurró, ignorando la pregunta, aquella persona desconocida.

- Has confesado al menos cuatro de los siete pecados capitales, y alguno más. Aún así, la Bondad del Señor es infinita.... ¿Qué te ha hecho obrar de esa manera tan mala? - inquirió Don Eulogio verdaderamente intrigado al fin.

- Hago auditorías - sentenció la voz, recobrando la tranquilidad.

Al oír esto, el Padre Eulogio se santiguó. La sangre se retiró de su rostro y quedó lívido como un fantasma. Y antes de salir corriendo despavorido del confesionario, ante la sorprendida mirada de los niños y las señoras mayores que aún hacían cola esperando su turno, en su cabeza resonaron las palabras del Evangelio según San Juan: "... y a quien le retengáis los pecados, les quedarán retenidos" mientras ante sus aterrados ojos bailaban las llamas eternas del infierno.

miércoles, 25 de mayo de 2022

La búsqueda del bien y del mal a través de las auditorías

Aunque no ha llegado evidencia documental alguna hasta nuestros días, se cree que en la desaparecida ciudad de Abdera, en Grecia, allá por el siglo IV A.C., dos filósofos conversaban de la siguiente manera:




- Protágoras, amigo, ¿quieres ser feliz? - pregunta Demócrito
- Por supuesto, como todos. Pero no está claro como puedo encontrar la felicidad - responde el interpelado.
- Es muy sencillo - continúa Demócrito - tienes que prescindir de las cosas materiales, que son sólo transitorias y al final crean la infelicidad. Sólo podrás encontrar la felicidad deseándola.
- Pues yo lo deseo, pero estoy más bien bajo de ánimo... - piensa en voz alta - Igual te equivocas, amigo. Las cosas no son más que como uno las percibe, así que si yo percibo que todo a mi alrededor me hace infeliz, pues no tengo más remedio que serlo.
- En ningún caso - interrumpe Demócrito, viendo que a su colega se le ensombrece la mirada - Las cosas que te rodean no son más que un conjunto de átomos muy duros rodeados de vacío, lo que les permite cambiar de forma y adaptarse a las necesidades de la naturaleza. Pero eres tú quien debe desear que las cosas malas se vuelvan buenas.
- No sé... Creo que las personas somos la única medida de las cosas. El bien y el mal no existen como tales, sino como una percepción determinada en cada momento - dice finalmente Protágoras, sin creer que pudiera convencer al otro.
- Te digo yo que con el deseo basta - intenta concluir Demócrito, algo molesto ya por la ignorancia de su amigo
- Estoy convencido de que te equivocas - zanja Protágoras - y para demostrártelo, te propongo un juego. Tanto tú como yo hemos jugado a la ostrakinda cuando éramos niños. ¿recuerdas?
- Claro - responde simplemente Demócrito - pero en tu calle jugábais diferente a como lo hacíamos en la mía.
- Pues bien, imagínate que yo no tengo muy claras las reglas, y te pregunto cosas para conocerlas. ¿Crees que serías capaz de responder a mis preguntas? - le dice con una sonrisa no exenta de cierta maldad.
- Sin problemas - asegura Demócrito.
- Bien, comencemos.... Primera pregunta: ¿Se necesita alguna herramienta para jugar? - preguntó Protágoras recalcando la palabra "herramienta"
- Bueno, herramienta como tal, no. Sólo una concha marina - responde con cierta duda Demócrito.
- Perfecto - dice Protágoras - Otra pregunta: ¿Cómo se utiliza esa concha marina?
- Pues se mancha con carbón uno de los lados - continua Demócrito con el tono semi aburrido de quien está explicando algo que el otro ya conoce - Y ya sabes que hay dos equipos: el "día" y la "noche", y se juega en una plaza grande. Uno de los niños tira al aire la concha y si cae del lado manchado el equipo "noche" persigue al "día" y si es al revés, pues es el "día" el que persigue a la "noche".
- Y ahora una última pregunta - concluye Protágoras - ¿Qué pasa cuando un miembro del equipo que persigue alcanza a uno de otro equipo?
- Sencillo, el alcanzado tiene que llevar a quien lo alcanzó en su espalda hasta el lugar de inicio del juego, donde se encuentra la concha marina - Explica Demócrito.
- Gracias por tus respuestas - dice Protágoras - acabas de explicarme perfectamente el proceso del juego. Pero lamento decirte que ese juego tiene varios fallos que lo hacen imposible para un niño de Xanthi
- ¿Y por qué ese juego se puede jugar aquí, en Abdera, y no en Xanthi? - se extraña Demócrito.
- Muy fácil - responde Protágoras con aire de suficiencia - Xanthi está lejos del mar. No tienen acceso fácil a conchas marinas. Y es una ciudad con muy pocos espacios abiertos, ni plazas grandes en las que los niños puedan correr... Según lo que me has explicado, no es posible.
- Siempre puedes cambiar la concha por un trozo de cerámica. Y nadie ha dicho que no se pueda jugar por las calles. Hace el juego, si cabe, más difícil, y por lo tanto más divertido - Intenta justificarse Demócrito.
- Estoy de acuerdo, pero todo eso no me lo has dicho cuando te pregunté, y por eso saqué la conclusión de que el juego era imposible en Xanthi - Concluye Protágoras - ¿Entiendes ahora por qué te decía que lo que está bien y lo que está mal sólo depende de cómo se perciban las cosas, y no de lo que las cosas sean en realidad?
- No me convence tu forma de pensar, amigo - dice finalmente Demócrito tras una pausa - pero me ha gustado tu juego de preguntas. La próxima vez tendré más cuidado al responder.
- Cuando quieras jugamos de nuevo, y te dejo en evidencia - se sonríe Protágoras - pero tenemos que darle un nombre a este juego nuestro....
- Podemos llamarlo "élenjos", porque estás controlando lo que sé y lo que no - decide Demócrito tras unos segundos.
- Me parece perfecto. Quién sabe si en el futuro otras personas jugarán al "élenjos" como nosotros - se pregunta Protágoras en voz alta.
- Yo creo que sí. ¿Acaso no nos ha traído unos minutos de felicidad? - sentencia Demócrito.

Y así nació el juego del "élenjos" en el que alguien pregunta cómo se hace algo, y en función de las respuestas, determina si ese algo pertenece al bien o al mal."Élenjos" o "έλεγχος" se puede traducir del griego como "control", o "auditoría". La auditoría, por lo tanto, es una herramienta más en esa búsqueda.