En las sociedades asiáticas, la tarjeta de visita es un elemento importante de las relaciones de negocios. Dar una tarjeta a alguien es casi como entregarle una parte de uno, por lo que el que la recibe debe tratarla con el respeto con el que trataría a la persona misma. La entrega de la tarjeta, en sí, tiene además todo un protocolo: Se debe dar con las dos manos, cogiéndola por dos esquinas con el pulgar y el índice, con la parte impresa hacia arriba para que sea fácil de leer por quien la recibe, que deberá tomarla por las otras dos esquinas de igual manera, leerla, apreciarla como corresponde, y guardarla con sumo cuidado. De no hacerlo así, se corre el riesgo de que el interlocutor se sienta ofendido.
En los negocios occidentales todo es más fácil. las tarjetas se intercambian mecánicamente, casi como una tradición propia de un pasado sin correos electrónicos, whatsapps, y medios de comunicación similares. No hay nada del respeto reverencial de nuestros colegas orientales. Para más inri, las tarjetas suelen acabar en poco tiempo almacenadas de cualquier manera (si tienen suerte) en un tarjetero o en un cajón, y si no, en la papelera más cercana (en la dedicada al papel, por supuesto, que para algo nos hemos sacado la certificación ISO 14001).
Hace poco tuve la oportunidad de participar en una de esas auditorías multitudinarias en las que cada tarea parece realizada por una persona diferente. Hasta ahí, todo normal: si te puedes permitir ese despliegue de medios humano, lo mejor que puedes hacer es utilizarlos.
Como manda la buena educación tradicional, según nos vamos encontrando, nos presentamos, e intercambiamos la consabida tarjeta personal, que en mi caso va a parar al bolsillo de la camisa, una vez que la he leído.
Sí. Reconozco que leo las tarjetas de visita que me dan.
Sé que una vez finalizada la auditoría, y copiados los nombres de los asistentes en el pertinente informe, las tarjetas pierden gran parte de su utilidad, porque los datos de las personas con las que quiera seguir en contacto quedarán en mi teléfono. Pero también sé que las guardaré todas, ordenadas por el nombre de la empresa a la que representan. Tal vez guardarlas en estos tiempos que corren sólo sea una rareza mía (una más), pero sea como fuere, a veces las vuelvo a ver, y entonces, las personas que me las dieron, aunque no consiga ponerles cara, vuelven por un instante a mi memoria. Las redes sociales, por ejemplo, no consiguen eso. El LinkedIn me permite encontrar a una persona con facilidad, pero los recuerdos del cómo, el dónde o el por qué, están ausentes.
Quizás los orientales tienen razón, y la (para muchos anacrónica) tarjeta de visita contiene realmente un trozo del alma de la persona que la entrega.
Quizás.
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