miércoles, 12 de julio de 2017

Auditorías, personas, almas y cartulinas

En las sociedades asiáticas, la tarjeta de visita es un elemento importante de las relaciones de negocios. Dar una tarjeta a alguien es casi como entregarle una parte de uno, por lo que el que la recibe debe tratarla con el respeto con el que trataría a la persona misma. La entrega de la tarjeta, en sí, tiene además todo un protocolo: Se debe dar con las dos manos, cogiéndola por dos esquinas con el pulgar y el índice, con la parte impresa hacia arriba para que sea fácil de leer por quien la recibe, que deberá tomarla por las otras dos esquinas de igual manera, leerla, apreciarla como corresponde, y guardarla con sumo cuidado. De no hacerlo así, se corre el riesgo de que el interlocutor se sienta ofendido.

En los negocios occidentales todo es más fácil. las tarjetas se intercambian mecánicamente, casi como una tradición propia de un pasado sin correos electrónicos, whatsapps, y medios de comunicación similares. No hay nada del respeto reverencial de nuestros colegas orientales. Para más inri, las tarjetas suelen acabar en poco tiempo almacenadas de cualquier manera (si tienen suerte) en un tarjetero o en un cajón, y si no, en la papelera más cercana (en la dedicada al papel, por supuesto, que para algo nos hemos sacado la certificación ISO 14001).

Hace poco tuve la oportunidad de participar en una de esas auditorías multitudinarias en las que cada tarea parece realizada por una persona diferente. Hasta ahí, todo normal: si te puedes permitir ese despliegue de medios humano, lo mejor que puedes hacer es utilizarlos.
Como manda la buena educación tradicional, según nos vamos encontrando, nos presentamos, e intercambiamos la consabida tarjeta personal, que en mi caso va a parar al bolsillo de la camisa, una vez que la he leído.



Sí. Reconozco que leo las tarjetas de visita que me dan.

Sé que una vez finalizada la auditoría, y copiados los nombres de los asistentes en el pertinente informe, las tarjetas pierden gran parte de su utilidad, porque los datos de las personas con las que quiera seguir en contacto quedarán en mi teléfono. Pero también sé que las guardaré todas, ordenadas por el nombre de la empresa a la que representan. Tal vez guardarlas en estos tiempos que corren sólo sea una rareza mía (una más), pero sea como fuere, a veces las vuelvo a ver, y entonces, las personas que me las dieron, aunque no consiga ponerles cara, vuelven por un instante a mi memoria. Las redes sociales, por ejemplo, no consiguen eso. El LinkedIn me permite encontrar a una persona con facilidad, pero los recuerdos del cómo, el dónde o el por qué, están ausentes.

Quizás los orientales tienen razón, y la (para muchos anacrónica) tarjeta de visita contiene realmente un trozo del alma de la persona que la entrega.

Quizás.

miércoles, 28 de junio de 2017

La importancia de una buena lista de verificación

Un día me tocó viajar a Dublín. El avión salía de Madrid por la tarde, en una hora cómoda que permitía tomarse la mañana con calma, y llegar a destino a una hora prudente. Además, esta vez no iba solo, por lo que el viaje se presentaba bastante más ameno que otras veces.

Como siempre, preparé la maleta con tiempo, de forma casi automática, metiendo el "kit para tres días" habitual que siempre está dispuesto para cualquier viaje, previsto o imprevisto. Cosas de la costumbre.
Como siempre, en la bolsa del ordenador iban los papeles de trabajo, la documentación de referencia, un bolígrafo (mejor dos, que luego se pierden), un cuaderno pequeño para tomar notas, una copia de las tarjetas de embarque (siempre llevo una copia extra en papel, tanto si embarco con el móvil como si no) y de la confirmación de reserva del hotel, cargador para el móvil... y el ordenador, claro.
Como siempre, a los bolsillos de la chaqueta fueron a parar  mi inseparable Kindle en el que había cargado un par de novelas de espionaje el día antes, una batería externa para casos de emergencia y el móvil, cargado a tope, y que además haría las veces de cámara de fotos para tomar las evidencias que fueran necesarias. 
Como siempre, cogí el pasaporte. Lo prefiero para los viajes fuera de España, incluso para moverme por Europa, aunque el DNI sea más cómodo de llevar. Más cosas de la costumbre.
Como siempre, salí de casa con unas dos horas de antelación sobre la hora prevista del vuelo, ya que a esa hora no habría tráfico, y en coche llegaría en poco tiempo.
Como siempre, dejé el coche en el aparcamiento de la T2 del aeropuerto de Barajas (que ahora hay que llamar oficialmente por su nombre completo de Aeropuerto Adolfo Suárez Madrid-Barajas), y como siempre me metí el ticket de aparcamiento en el bolsillo de la camisa.
Todo como siempre. Sin la más mínima sombra de duda. Casi como si de una auditoría se tratara, había seguido el orden previsto. 
Como siempre.

Llego a la puerta de embarque donde ya estaban mis acompañantes para aquella ocasión y al ir a guardar, como siempre, el ticket del aparcamiento en la cartera, me doy cuenta de que la cartera no está. 
Se suceden las preguntas habituales: ¿Me la he dejado en el coche? ¿Me la he dejado en la bandeja del control de seguridad? ¿Me la han robado?... Y el caso es que no recuerdo haberla visto. Seguro que no la he cogido, y se ha quedado en casa...
Pero ya no hay tiempo. Está a punto de abrir el embarque y yo estoy sin dinero, sin tarjetas de crédito, y sin nada más que... todo lo necesario para hacer una auditoría.

Ya lo dice la sabiduría popular castellana: "En casa de herrero, cuchillo de palo". Siempre diciendo que una buena Lista de Verificación es una herramienta casi imprescindible para no olvidar nada en una auditoría, y luego, no lo aplico en las tareas rutinarias del día a día.

Desde entonces, los viajes no empiezan hasta que la preparación no ha sido convenientemente "auditada" con lista de verificación incluida.

Esto no me vuelve a pasar. Otra cosa, tal vez, pero esto mismo, desde luego, no.

viernes, 21 de abril de 2017

Gacimartín, sin "R". ¿Tan difícil es?

Hace varias décadas, cuando todavía había "mili" en España, se sorteaba todos los años a qué destino le tocaba ir a los "quintos". Anecdóticamente, a un joven de un pueblo de Segovia (Cobos de Segovia), de nombre Teodoro Gacimartín le tocó hacer su servicio militar en África (creo que en Melilla).
Probablemente, no era el destino que deseaba, y supongo que no estaría demasiado contento con su suerte. Se dio cuenta al poco, no obstante, que le habían inscrito en el sorteo con el apellido mal. Habían puesto una "r" allí donde no debía haber ninguna. Sin esa "r", le habría tocado como destino Madrid, mucho más apetecible.
Recurrió, le dieron la razón, y acabó en Madrid, como era de justicia.
Gracias a eso, la hermana de este joven fue a Madrid. Allí conoció a otro joven, que con el tiempo sería su marido, y tuvieron dos hijos, de los cuales uno se dedica a hacer auditorías.

No es muy difícil imaginar que ese hijo auditor soy yo mismo; aquel joven que casi se va a África por un error es mi tío y su hermana, mi madre.
De no haberse subsanado el error, de haber persistido el fallo ortográfico, de no haber protestado porque "Gacimartín" se escribe sin "r", yo no estaría aquí.

Una sola letra puede cambiar la historia.

Cuando haces auditorías, te presentan a mucha gente. Varias personas en cada una de ellas. Y aún hoy, en la era del whatsapp, el correo electrónico, y la comunicación cuasi permanente entre seres humanos, muchas de ellas te dan una tarjeta de visita.
A mí, personalmente, me gustan las tarjetas de visita. No llego a la veneración casi mística que se hace en países del este, como China, en los que una tarjeta de visita es poco menos que un pedazo de tu alma que entregas a tu interlocutor, y como tal se aprecia y se respeta, pero sí que trato de leer la información que aparece (habitualmente nombre y cargo de la persona).
En particular, me suelo interesar por la ortografía y la pronunciación del nombre, cuando éste me es desconocido, o proviene de un país del que no hablo el idioma. Eso me hace sentirme más cómodo a mí, y creo que también a mis interlocutores, además de aportar rigor a los informes finales. 

Particularmente, me parece una gran vergüenza que un auditor no sea capaz de escribir correctamente el nombre de un auditado con el que ha compartido varias horas de trabajo, y que además le ha dado su tarjeta. De hecho, en general, me parece muy poco profesional no poner cuidado en cómo se escribe el nombre de las personas, máxime cuando se hace en un documento que luego se utiliza como registro, como puede ser un informe de auditoría.

Mi Gacimartín se escribe sin "r". Otros (me consta que los hay), la llevan. Pero el mío no.

Y sí. Le doy mucha importancia a que mi apellido esté bien escrito. Mi propia existencia dependió de que lo estuviera una vez.

lunes, 10 de abril de 2017

Ande yo caliente... y fastídiese el peatón.

Uno de los dogmas indiscutibles de la Calidad es que los Procedimientos hay que cumplirlos. Sin embargo, cuando sales a la calle, ves que eso no siempre es así. Quizás por deformación profesional, quizás por la educación recibida de los padres, siempre tiendo a pensar que las reglas hay que cumplirlas, y que tal vez aquellos que no lo hacen es porque son muy perversos.

El año pasado, en mi barrio quitaron un carril de circulación de coches en las avenidas principales, y lo convirtieron en carril-bici. Todo sea por la sostenibilidad medioambiental, la disminución de las emisiones contaminantes y del ruido, y, por qué no, para poder presumir de que la ciudad tiene X kilómetros de carril bici. 

La semana pasada volvía andando del metro, por la acera. Un camino muy sostenible, ecológico, y con cero emisiones y ruido. Lo fetén, según la moda imperante. A mis espaldas oigo un "clin-clin", muy posiblemente emitido por el timbre de una bicicleta. Me extrañó, porque yo iba por la acera, y el carril bici estaba a cincuenta centímetros a mi derecha, en la calzada, pero ni siquiera giré la cabeza, básicamente porque no tenía ninguna intención de apartarme... Volví a oir el timbre dos o tres veces más, hasta que llegué a un semáforo en el que me tuve que parar. Allí la acera se ensanchó lo justo para que la ciclista impaciente pudiera adelantarme, y saltarse el semáforo, que estaba en rojo para los peatones que fueran por la acera. Al pasar a mi lado, me dirigió un 
- "gracias" 
lleno de ironía y mala baba.
No pude contenerme y le grité, probablemente con la misma mala baba, pero sin ninguna ironía.
- ¡¡Vete por el carril bici, y así no te molesta nadie que vaya andando por la acera!!
Para mi sorpresa, la ciclista se paró al otro lado de la carretera, y se esperó a que yo pasara.
- ¿Qué carril bici? - me ladró.
- Coño... este... - Le dije (con bastante desconcierto, todo hay que decirlo), señalándole la carretera, a medio metro de donde estábamos parados.
- Ah, es que ese no me gusta, porque pasan coches al lado - Concluyó, mientras se volvía a subir a la bici, para dar por zanjada ese breve intercambio de opiniones.
- Pues vete andando... le dije sin mucho interés mientras todavía me podía oir.



De nada sirve hacer kilómetros de carril bici, si a los que los tienen que usar no les gustan, y van por la acera de los peatones. De nada sirve poner reglas de circulación, si luego no se respetan, y ampliando el símil, de nada sirve procedimentar un sistema de Calidad, si luego los procedimientos no se cumplen, por los motivos que sean. Así pues, a veces los procedimientos no cumplen con las expectativas de los que los tienen que cumplir. 

Al menos, queda demostrado que el incumplimiento de los procedimientos, y de las reglas en general, no es exclusiva de los "muy perversos". No. Es sólo un tema de comodidad, de que "me gusten o no". En definitiva, un tema de educación.

Ahora estoy más tranquilo. Hay menos perversos, y más tocapelotas irrespetuosos.
Algo hemos ganado.

viernes, 31 de marzo de 2017

Auditorías, ojos de pez, cangrejos y ranas

Nunca se debe olvidar que en algún momento hay que comer. Es una debilidad del ser humano que comparten los auditores. Cuando estás auditando en un país lejano, sólo caben dos opciones: Buscar las franquicias de comida rápida que conoce todo el mundo, o adaptarse a la gastronomía local. Lo primero, para estancias cortas, puede ser aceptable, pero si la cosa se prolonga por varios días, puedes acabar bastante harto de la hamburguesa, la pizza o el perrito caliente. Personalmente, hace años que perdí la vergüenza en lo que a comidas se refiere. Como de todo en cualquier parte, y ya muchas veces ni siquiera pregunto qué estoy comiendo. Luego me lo explican, y pienso... "bueno, ya pasó..."

En Singapur comen mucho, y para los estándares de la zona, comen bien. Además, les gusta que la comida sea un evento social, un poco como a nosotros, por lo que en una auditoría, por ejemplo, no desperdician la oportunidad de invitar al auditor a probar algo de la gastronomía tradicional del país. En este sentido cabe destacar que la comida de Singapur es un fiel reflejo de la mezcla de procedencias de sus habitantes. Matices Indios, Malayos, Chinos, Tailandeses, etc. se amalgaman para conseguir sabores y texturas imposibles.

Lo primero que comí en Singapur fue un guiso de pescado. Como éramos varios comensales, pusieron un gran caldero en el centro de la mesa, y cada uno se iba sirviendo lo que quería. El sabor era ligeramente picante (mis compañeros españoles lo  definieron como "insoportablemente picante", pero es que mi umbral de dolor está muy alto), y muy agradable. Repetí varias veces, al igual que los singapurenses que nos acompañaban, hasta que pensé que en el caldero no quedaba más. En esto, los singapurenses comenzaron a hablar entre ellos en chino, mientras removían el caldo que quedaba, y se sonreían de manera más que evidente.
- "¿No quieres algo más? - me preguntaron
- Pensé que no quedaba nada, pero no lo vamos a dejar - respondí diplomáticamente
- ¿Te ha gustado?" - Volvieron a preguntar entre sonrisas.
En ese momento yo me imaginaba que tramaban algo, pero no sabía qué. Me sirvieron un poco más en el plato. Un trozo de pescado que había quedado, y alguna verdura.
- "Cómetelo si quieres. pero no lo muerdas..."
Hice lo que me dijeron. El trozo de pescado escondía una bola dura, como una canica. Tenía textura gelatinosa, y desde luego, sabía como el resto del guiso. Mientras me lo comía, me miraban fijamente, como esperando una reacción.
- "¿Te ha gustado? - volvieron a preguntar.
- Sí, claro, igual que el resto... Quizás este último trozo era más delicado que lo anterior. - Esto lo dije porque suponía que el trozo en cuestión tenía algo especial, pero en realidad, me parecía lo mismo...
Entonces me miraron con cara de aprobación. Un occidental había comido el ojo del pescado sin mostrar asco, y eso, al parecer, no era habitual. A raíz de esa pequeña "heroicidad" (que no era para tanto), quedamos en que los siguientes días me mostrarían otras delicias culinarias del país.


Así, el día siguiente probé el chilli crab. Un cangrejo entero con salsa algo picante, que mis compañeros declinaron, visto lo que habían sufrido con el pescado el día anterior. Una comida agradable, al borde del mar. Al terminar, mi anfitrión me preguntó
- "¿Quieres un postre típico?"
La pregunta era casi ofensiva... por supuesto que quería probar algo típico.
Ante mi sorpresa, se levantó de la mesa, se fue hacia la puerta de donde salían los camareros, y entró por ella. Estuvo varios minutos dentro, hasta que apareció con una sonrisa.
- "Menos mal... tienen. Lo empiezan a preparar, pero tardarán un rato. No te digo lo que es, y así te llevas una sorpresa"
Al cabo de un rato, apareció una señora, muy mayor, con un delantal que en algún momento fue blanco, llevando una especie de tetera blanca en la mano. Se la colocó a mi anfitrión delante. Éste, señalándome, le dijo algo a la señora en chino. Ella puso cara de extrañeza, y me puso la tetera delante.
- "Lo tienes que tomar caliente - me dijo mi anfitrión - si no se estropea. Pero si no te gusta, me lo dices; sin compromiso"
La verdad es que cuando te ponen tantas pegas, casi lo pasas mal.
Abrí la tetera. Había un caldo de un color verdoso, en el que nadaban unas nubecillas blancas. Cogí una de ellas, y me la comí. Tenía un sabor dulzón, no muy fuerte. como agua hervida con algo de azúcar. Las nubecillas eran muy suaves, y se deshacían en la boca.



- "¿te gusta?" - me insistió mi anfitrión
- "Sí claro, muy rico" - contesté intentando poner todo el énfasis que su insistencia merecía.
- "Es un postre hecho con la secreción de unas glándulas que tienen las ranas. Se necesitan muchas ranas vivas para hacer este postre, y por eso es tan complicado de conseguirlo. Hoy hemos tenido suerte, porque tenían mucha ranas en la cocina. Además, hay que comérselo rápido, porque se estropea con facilidad" - fue la explicación que me dio (más bien la que yo entendí), con lo que su insistencia anterior quedaba justificada.

Aquella auditoría en Singapur es de las que más recuerdo, y todo, por un ojo de pescado, un cangrejo y unas pobres ranas.



miércoles, 22 de marzo de 2017

Promesa cumplida

Allá por 1994, en el "centro de cálculo" de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Aeronáuticos de Madrid había sólo cuatro ordenadores conectados a Internet. Al año siguiente, aumentaron a 10. Eran los inicios del uso masivo de internet, y del correo electrónico.

En aquel año, la Escuela asignaba cuentas de email únicamente a grupos de diez estudiantes, se utilizaba Netscape como navegador habitual, y Eudora como interfaz de correo. Prácticamente nadie conocía ninguna dirección web que sirviera para algo útil, y el uso de internet era, casi exclusivamente para "chatear" por IRC y similares, actividad a la que algunos compañeros dedicaban horas y horas todos los días.

A mí particularmente me estresaba mucho ver subir a toda velocidad las líneas que escribían desconocidos, generalmente para decir tonterías y groserías, casi sin tiempo de leerlas. Yo prefería otra herramienta, de apariencia mucho más modesta, donde no se podían cambiar los tipos de letra, ni poner dibujos, ni añadir colores. Era el TELNET, que tenía una utilidad parecida, pero al ser menos vistosa, gustaba menos. recuerdo que esperaba, sin escribir nada, hasta detectar algún comentario serio que me llamara la atención, y entonces, invitaba al desconocido autor a seguir conversando en alguna "sala" creada para la ocasión, fuera del maremágnum continuo de líneas y líneas de chat intrascendente.

Así entablé conversación con perfectos desconocidos, sobre temas más o menos interesantes. A veces, incluso, quedábamos para conectarnos a alguna determinada hora, para seguir la conversación. No había móviles en aquellos tiempos, y no todos teníamos dirección de correo electrónico y a veces establecer contacto era imposible, si los ordenadores estaban todos ocupados, por ejemplo. De todos los nicks con los que llegué a hablar, recuerdo aún algunos: Maorgui8, Peterb (con quien, más 20 años después, sigo teniendo contacto), yakuza... pero sobre todos ellos uno fue especialmente importante por una tontería: Africanus.

Africanus decía ser un estudiante de una Universidad Inglesa (No recuerdo cuál), y era el único que hablaba inglés en todo el chat. Por eso comenzó la conversación. Me comentó que era de Ghana, y me intentaba convencer de lo fantástico que era su país, y que tenía que conocerlo. Yo, que nunca se me había ocurrido viajar a África, y que no tenía ninguna intención de hacerlo, le prometí no obstante que visitaría Accra, de la que tan orgulloso se mostraba... Así, por motivos que no llego a comprender, le había prometido a un desconocido que haría algo que no tenía, en realidad, ninguna gana de hacer.

De pequeño me habían enseñado que las promesas hay que cumplirlas... siempre. Y siempre he procurado cumplir las que yo hacía, pero aquella... aquella no tenía ninguna pinta de que podría cumplirla... No había ningún motivo para viajar a Ghana, y además, no quería hacerlo.

Pues por la tontería (cada cual es libre de considerar importantes las cosas que quiera), durante años de vez en cuando recordaba aquella promesa que no tenía ningún interés en cumplir, y, sin llegar a quitarme el sueño, me molestaba.

Y un día surgió una auditoría (siempre una auditoría) en Accra, y si bien inicialmente no la iba a hacer yo, recordé, por casualidad, el episodio del TELNET de hacía más de dos décadas, y me fui para allá... De la auditoría no hay nada reseñable. La ciudad no me impactó lo más mínimo, pero por fin cumplí mi palabra.

Es una tontería. Lo sé. Mi desconocido conversador de seudónimo "Africanus" nunca me iba a pedir cuentas, porque probablemente, ni se acuerde del hecho que ocurrió hace 22 ó 23 años. Pero yo he cumplido una promesa, y mi espíritu está más tranquilo.

viernes, 10 de marzo de 2017

Cuando te cuesta dinero que te hagan un regalo

Hacer auditorías en ocasiones es un trabajo ingrato. Encuentras algo que no está bien, y eso no le suele gustar al auditado. De hecho, no creo que le guste a nadie. Y a veces, te ponen mala cara, como si la culpa de que eso esté mal fuera tuya.
Personalmente, que me pongan mala cara no me preocupa lo más mínimo. Lo que sí me molesta es cuando el auditado se muestra contumaz intentando justificar, que pese a las evidencias, él tiene razón. Y no. en este negocio, el cliente no siempre tiene razón.

Esa aversión por el intento de engaño cuando la evidencia muestra lo contrario me llega incluso a la vida diaria, por ejemplo, con la publicidad.
Hace poco escuchaba un anuncio en la radio de una importante marca de coches alemanes que ofrecía "cambio automático gratuito o descuento equivalente". Pues ya estamos con la mentira.



La Real Academia de la Lengua define "Gratuito" como "De balde, de gracia", y "de balde" como "gratuitamente, sin coste alguno". Es decir, que en el anuncio te están ofreciendo el cambio automático "sin coste alguno o descuento equivalente". Y eso parece una mentira flagrante. Un claro ejemplo de publicidad engañosa.

Si el cambio automático es gratuito, significa que no tiene coste y por lo tanto, el coche en cuestión debería costar lo mismo con cambio automático, y sin él. Entonces, el descuento equivalente... ¿qué es? ¿a qué equivale el descuento, si se supone que el cambio automático es gratuito, y por lo tanto, no tiene coste?. 

Extraña situación esta, en la que te anuncian que un equipamiento de tu coche te lo regalan, pero que si no lo quieres, el coche te cuesta menos. O lo que es lo mismo, el "regalo" que dicen que te hacen, te cuesta, exactamente, el valor del descuento que te darían si no lo quisieras.

Nadie regala nada. Eso sí que es verdad.